21 feb 2025
Desde tiempos inmemoriales, las enfermedades infecciosas han representado una de las principales causas de muerte en todo el mundo. La humanidad ha librado batallas constantes contra infecciones como la neumonía, tuberculosis, sepsis y fiebre tifoidea, sin contar con armas infalibles para combatirlas. Llegábamos a principios del siglo XX y se disponía de pocos recursos para combatirlas. La medicina necesitaba urgentemente una solución y el destino tenía reservada una revolución silenciosa.
En 1928, el bacteriólogo escocés Alexander Fleming trabajaba en su laboratorio en el Hospital St. Mary de Londres. Durante uno de sus experimentos, olvidó una placa de cultivo de Staphylococcus aureus expuesta al aire durante varios días. Al regresar, observó algo sorprendente: un moho verde-azulado, posteriormente identificado como Penicillium notatum, había crecido en la placa, cercado por un área donde otras bacterias no podían proliferar.
Fleming comprendió la importancia de lo que se le presentaba: una sustancia producida por el moho inhibía el crecimiento bacteriano. Así, nació la penicilina, el primer antibiótico reconocido por la ciencia. Fleming publicó estos datos en 1929, aunque la producción a gran escala y su aplicación clínica aún representaban enormes desafíos.
Sin embargo, a pesar del descubrimiento de Fleming, fue gracias al trabajo conjunto de los científicos Howard Florey, Ernst Boris Chain y Norman Heatley que la penicilina se convirtió en un medicamento viable. En 1941, estos investigadores lograron purificar la penicilina y demostrar su eficacia para combatir infecciones bacterianas graves. Durante la Segunda Guerra Mundial, la penicilina se produjo masivamente, salvando incontables vidas en el frente.
Poco antes de su desarrollo a nivel industrial, Gerhard Domagk había observado en 1932 que el compuesto sintético prontosil tenía propiedades antibacterianas. De ahí surgieron las sulfonamidas, los primeros agentes quimioterapéuticos eficaces previos a la era de los antibióticos naturales.
Estampilla postal de las islas Marshall para conmemorar el descubrimiento de Fleming
El éxito de la penicilina desató una carrera científica para descubrir nuevos antibióticos. La estreptomicina, descubierta por Selman Waksman y su equipo a partir de la bacteria del suelo Streptomyces griseus (1943), fue el primer antibiótico eficaz contra la tuberculosis. En 1945, Giuseppe Brotzu, un médico italiano, descubrió en aguas residuales de Cerdeña un hongo llamado Acremonium (antes Cephalosporium), que producía compuestos capaces de matar bacterias resistentes a la penicilina; fue el germen de las futuras cefalosporinas.
En 1948 aparecieron las tetraciclinas, descubiertas por Benjamin Duggar, quien aisló la clortetraciclina del microorganismo Streptomyces aureofaciens. Las tetraciclinas se destacaron por su amplio espectro de acción contra infecciones tanto grampositivas como gramnegativas.
En la década de 1950, se identificaron fármacos como la tetraciclina y la eritromicina, que ampliaron el arsenal médico contra bacterias resistentes. La eritromicina, aislada por McGuire y sus colegas del microorganismo Saccharopolyspora erythraea (1952), resultó ser una alternativa crucial para pacientes alérgicos a la penicilina. Los antibióticos no solo empezaron a integrar el armamento terapéutico contra las infecciones, sino que hicieron posibles procedimientos médicos antes impensables, como cirugías complejas y trasplantes de órganos.
En 1953 aparecieron los glicopéptidos (vancomicina, teicoplanina). Vancomicina fue presentada por Eli Lilly & Co. a partir de Amycolatopsis orientalis y se convirtió en ese momento en la última línea de defensa contra infecciones resistentes a meticilina (MRSA).
En la década de 1960 se descubrió la clindamicina (del grupo de las lincosamidas), derivada de la lincomicina, y aislada de Streptomyces lincolnensis. Se le etiquetó entonces como eficaz contra infecciones anaerobias y bacterias grampositivas. También aparecieron las quinolonas (1962), siendo el ácido nalidíxico el primer compuesto de este grupo, que fue descubierto por George Lesher mientras estudiaba derivados de la cloroquina. Las fluoroquinolonas, como ciprofloxacino, aparecieron posteriormente, con amplio espectro bactericida.
En 1963, aislada por Weinstein et al. del microorganismo Micromonospora purpurea, se descubrió la gentamicina, eficaz frente a infecciones graves causadas por bacterias gramnegativas. Para la década de 1970, surgieron los carbapenémicos. Este subgrupo, derivado de las tienamicinas, se desarrolló en laboratorios para combatir bacterias multirresistentes. Imipenem fue el primer carbapenémico comercializado.
En la década de 1980 se presentó la azitromicina, molécula derivada de la eritromicina, que fue desarrollada para mejorar la estabilidad y reducir efectos adversos propios de este grupo terapéutico. Y a principios del siglo XXI surgieron las oxazolidinonas, con linezolid como primer compuesto. Este fármaco fue descubierto por investigadores de Pharmacia & Upjohn y presentado como el primer antibiótico sintético del grupo oxazolidinonas, eficaz contra bacterias grampositivas resistentes.
La historia de estos y otros antibióticos es un testimonio del ingenio humano y del poder de la observación científica. Desde el moho olvidado de Fleming hasta las tecnologías avanzadas de la biomedicina actual, los antibióticos han cambiado para siempre el curso de la medicina, permitiendo salvar millones de vidas.